Brujas – Capítulo 6

Pentagrama con los cinco elementos y cinco velas
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Anochecía cuando Carlota volvió a entrar por la ventana. Su madre había dejado una nota sobre su escritorio: «Sé que no debimos hacerlo tan bruscamente pero no encontré una forma mejor. Tu padre está en casa, pero respetará tu espacio hasta que estés lista para escuchar su historia y la nuestra. Te quiero, hija».

Ahora además de confusa y cansada se sentía celosa. Durante toda su vida su madre había sido, además, su mejor amiga y ahora alguien a quien no conocía se estaba metiendo entre ellas sin aviso. Sería mejor que se fuese a dormir. Se comió el sándwich de queso que la bruja de su madre le había dejado junto a la nota, se aseó y se metió en la cama. Al fin y al cabo, el sol volvería a salir mañana.

Ya estaba bien entrada la mañana cuando Carlota salió de su habitación mirando hacia un lado y otro y esperando no encontrarse con aquel señor que decía ser su padre.

—Buenos días, hija— dijo su madre desde la cocina. —¿Estás bien?

—Creo que sí. De todas formas, espero que me expliques muchas cosas y aviso ya que no lo consideraré mi padre hasta que se lo haya ganado.

 —Él lo sabe, y yo también —Sarah conocía muy bien a su hija y no esperaría menos de ella. Una de las cosas que siempre quiso es que tuviese criterio propio y cada día le demostraba que lo había conseguido.

 —Pues empieza.

 —Nunca te he escondido cuánto quería a tu padre y siempre traté de hacerte ver que si se había ido era porque tenía una buena razón. Cuando nos casamos yo sabía que formaba parte de la orden encargada de preservar el conocimiento de los brujos antiguos, que estaba al servicio del Gran Aquelarre, y que no siempre el trabajo era sencillo.

 »Cuando yo conocí a tu padre él ya estaba siendo entrenado para entrar en la Orden así que yo sabía que no sería fácil, pero decidí vivir con él, a su lado, todo lo que pudiera. Y no me arrepiento de ninguno de los días que he vivido desde que lo conocí hasta ahora mismo. 

»Tenías apenas tres años cuando tu padre salió a la misión que lo alejaría de nosotras durante tantos años. Apenas pudo hacerme llegar la carta que conoces para que supiera que volvería y que nos querría siempre. El corazón se me partió en dos aquel día. Sentí tanto dolor que creí que moría. Pero tú seguías conmigo y tenía que vivir por ti, el regalo más grande que tu padre me había hecho. Así que me aferré al amor a mi preciosa e inteligente hija y a mi fe en volverme a encontrar con tu padre y seguí adelante. Hasta hace una semana.

»Ver a mi Amor delante de mí dolió tanto como el día que lo perdí. Al desvanecerme, tu padre asustado me tomó en sus brazos y nos llevó a un rincón al que solíamos ir cuando os conocimos. Allí me contó todo lo que había pasado. Y lloramos. Y nos achuchamos mucho».

—¡Mama! —la cara de repelús de Carlota contrastaba con la luz radiante que emanaba la de Sarah.

—Está bien —dijo sonriendo.

Carlota tenía un montón de información que procesar. Pero en ese momento solo tenía una pregunta en la cabeza.

—Mamá.

—¿Si, hija?

—¿Qué va a pasar ahora?

—Que volverás a conocer a tu padre y, si tú quieres, volveremos a vivir los tres juntos. Pero no tengamos prisa. Él también está nervioso. Hace más de diez años que no te ve y no está muy al día. Todos tendremos que poner un poco de nuestra parte. 

—Mamá, creo que hoy me voy a saltar las clases.

—Está bien, hija. Me voy a trabajar. Si necesitas algo, llámame. Te quiero, hija.

—Te quiero, mamá.

Como su madre le enseñó, de nada sirve dejar pasar el tiempo esperando que se arreglen las cosas por sí solas porque, con suerte, lo único que consigues es que no empeoren, así que a media mañana Carlota llamó a Sarah para decirle que quería que le contasen todo lo que tenían que contarle esa misma tarde.

Brujas – Capítulo 5

Bosque frondoso
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Mientras uno estudiaba para hacerse un hombre de provecho, la otra seguía en su mundo fantástico, aunque ahora lo hiciera en los bosques irlandeses. Su madre nunca le mintió, nunca le escondió lo que eran, y la fue adiestrando en las artes de la brujería como otros enseñan a sus hijos a ir al baño, a lavarse los dientes todas las noches o a comportarse correctamente y compartir los juguetes. Fue tan natural para ella que no le extrañó cuando su madre le advirtió que debían mudarse razones que todavía no le podía explicar. Carlota sabía que su madre nunca le mentiría y si no le decía algo ahora, ya lo haría.

Y llegó el día. Carlota contaba ya catorce años y su vida, como la de una adolescente corriente, transcurría entre el instituto, el cine y su modesta casa en el pueblo de Kinsale en Irlanda. Cuando llegó a casa su madre estaba sentada en el sofá junto con un señor con el pelo blanco y pinta de sabio. Los ojos de Sarah resplandecían y sonreían a su hija.

—Hola, hija. ¿Cómo ha ido el día hoy?

—Hola, mamá —dijo Carlota un poco extrañada. Siendo tan pocos habitantes como eran en el pueblo, era raro que a ella se le hubiera escapado alguien luego, o había estado encerrado en una cueva o era un forastero—. Good afternoon, sir. 

Buenas tardes, Carlota —respondió el extraño.

—¿Qué pasa aquí, mamá? —¿Un novio?, pensó. No creo. Se lo hubiese visto. Y, ¿por qué habla en español? Por aquí no hay nadie que lo hable.

—Este es Carlos O’Donnell. Él es tu padre, hija.

Carlota sabía que ese día llegaría, pero no se lo esperaba en ese momento. Sabía que su madre no le había contado toda la historia y ahora parece que pretendía contársela toda de golpe y eso tampoco era justo —. Me voy a mi habitación.

—¡Carlota!

—Déjale espacio, cariño. Saldrá cuando esté preparada —dijo Sarah a Carlos—. Sabía que esto pasaría tarde o temprano pero no supe cómo ir allanando el camino antes de que llegaras.

—Está bien. Tendré paciencia. Aunque ya sabes que no es mi mejor virtud —. Sarah sonrió pícara y cómplice a Carlos. Era cierto que lo conocía bien. A pesar de los años que habían parecido una eternidad ahora volvía a ser como si nunca se hubiesen separado.

Entretanto, Carlota paseaba por su habitación mientras meditaba. Necesitaba serenarse para asumir todo aquello. La habitación se quedaba pequeña. Iba y venía y volvía. Más espacio. Tenía que salir.

Salió por la ventana como había hecho otras veces y, como siempre, había dejado la ventana abierta con un trozo de maroma de barco como tope. Así su madre sabría dónde estaba y evitaría que se cerrase para poder entrar más tarde, que no sería la primera vez.

El bosque siempre fue su refugio, desde pequeña, cuando vivían en Renedo de Esgueva. Allí pasaba sus momentos a solas cuando su madre no podía ayudarla, y podía meditar las cosas. Allí jugaba con los seres elementales y preguntaba a sus guías espirituales por sus dudas. Y allí, en el bosque, conoció a su amigo Roberto, al que aún recordaba a veces. En aquel bosque irlandés, que llevaba años visitando, ya tenía su rincón. En un recodo del paseo Scilly se dibujaba un pequeño camino que acababa en una cueva que, aunque poco profunda, era suficiente para mantener su intimidad. Allí tenía su pequeño altar ante el que meditaba cuando necesitaba hablar a sus guías. Y allí se sentó a meditar hasta que su amigo el leprechaun apareció.

—Hola, pequeña Carlota. ¿Puedo ayudarte?

—Mi padre ha aparecido —. El pequeño duende miró a la niña esperando algo más—.

Ahora mismo estoy bloqueada. No sé qué esperar ahora.

—No esperes nada. Vuelve a casa cuando estés serena y deja que transcurran las cosas. No tiene sentido preocuparse por cosas que desconoces o que todavía no han ocurrido.

—Gracias, Rodhric. Estaré un rato más y volveré a casa. —Como de costumbre, el elemental desapareció en un parpadeo. 

Brujas – Capítulo 4

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Los Condes de Sotollano no pertenecían a la aristocracia de las revistas, y aun así, no podían evitar ciertas formas de hacer con las que ellos mismos se habían criado. Evidentemente conservaban bienes de sus familias que habían puesto a trabajar para vivir de las rentas, pero ninguno de los dos había renunciado a dedicar su tiempo a algo provechoso. Mientras Margarita Gutiérrez de Robles se ocupaba de la asesoría legal de una asociación de mujeres de Valladolid, Salvador Armero-Medina se ocupaba de la Biblioteca de la universidad. Adoraban a su hijo Roberto, el mayor de tres. Los gemelos nacieron años después de la partida de Carlota. Los padres de Roberto ya habían desistido y quizá por eso llegaron Ana y Samuel. 

Pero sus hermanos no eran como Carlota. Por muy divertidos que fueran esos bebés mocosos no veían el mundo como ella, y lo echaba de menos. En fin, no le quedaba otra que asumir que ella ya no estaba y dedicarse a otra cosa, así que estudió hasta el bachiller y se matriculó en la flamante Facultad de Ciencias de la Documentación de la Complutense.

En su inconsciente había quedado la imagen de un gran libro sobre la mesa en el que la madre de Carlota leía murmurando a veces y que curiosamente siempre terminaba de consultar cuando ellos llegaban. Después lo devolvía a una estantería que parecía hecha exclusivamente para ese libro porque, salvo los cuadernos de Carlota, ninguno más lo poblaba. Nunca estuvo al alcance de ellos y si alguna vez tuvo tentación de echar un vistazo, la propia Carlota se encargó de quitarle la idea: «Nadie más que su propietario puede ojear un libro de sombras».

Durante años buscó distraídamente algún libro que se pareciera a ese, pero no lo encontró. Y así terminó en el Archivo histórico de Toledo. Allí, donde Alfonso X, el sabio, creó la Escuela de Traductores en el siglo XII, algo debía haber que se le pareciese. Pero ni ahí, ni en el hermoso y antiguo paraje de Saint—Michel encontró lo que buscaba.